Paseando por el centro de Oaxaca de Juárez, casi no puedo creer que tantas maneras de expresar arte se puedan reunir en un mismo distrito: cerámicas, murales en las fachadas, frases poéticas escritas sobre cualquier pared o dentro de algunas cantinas, exposiciones de pintura y escultura en múltiples galerías, arquitectura colonial en iglesias y edificios civiles…
Entusiasmado con este entorno, visito museos, exposiciones y tiendas. La amabilidad y extremada educación oaxaqueñas me reciben al entrar en cada galería de arte. Estos negocios me sorprenden por la originalidad de las obras que exponen, el placer con el que sus dependientes explican todo lo que saben acerca de los objetos exhibidos y de sus autores, y la fuerza con la que apoyan y promocionan a jóvenes talentos mexicanos.
En la calle García Vigil, en un pasadizo que conduce a un patio interior, cruzo una puerta lateral accediendo a una tienda-exposición de fotografía. Dentro, curioseo en cada rincón llegando a abrir, impulsivamente, varios cajones de un mueble sin solicitar permiso al director del negocio que está ocupado, trabajando semioculto tras la pantalla de su ordenador. Una de las gavetas contiene bellos retratos de unos hombres que muestran sus cuerpos totalmente pintados de color negro brillante.
—¿Dónde tomaron estas fotos? —El tono de mi pregunta expresa admiración.
El hombre –un tipo alto– se pone en pie y, sonriente, viene hacia la cajonera junto a la que continúo observando esas inspiradoras imágenes.
—Esta serie la hice hace tres años en el Carnaval de San Martín Tilcajete. Por cierto, se celebrará la semana próxima. Podrías ir.
—Tu acento no parece mexicano —observo.
—Llevo nueve años viviendo aquí, pero soy de Barcelona. Me llamo Marcel —se presenta el fotógrafo.
—Yo, José. Encantado. ¿Cómo puedo llegar a ese pueblo? —Pregunto de inmediato, no quiero olvidar requerirle tan importante dato.
Aunque solo me conozcáis a través de mis crónicas en Viajes sin Retorno, ya habréis imaginado que prolongué mi estancia en Oaxaca para acudir, el Martes de Carnaval, a San Martín. Al llegar, encuentro, apoyado en el petril de un puente, a un muchacho ebrio con su cuerpo pintado de negro. Su máscara reposa sobre el suelo, junto a sus pies. Tras saludarnos, el chico tira de la anilla de su próxima lata de cerveza y me ofrece los primeros tragos que agradezco inmensamente; hace muchísimo calor.
Suenan trompetas, tambores, guitarras y guitarrones. Mientras, estos demonios saltan y danzan frenéticamente emitiendo gritos estridentes. De súbito, tres de ellos detienen sus miradas sobre mí, como si acabara de aparecer allí. Se dirigen raudos hacia donde estoy. Prudentemente, dejo de hacer fotos e introduzco mi teléfono en un bolsillo. El trío de diablos me habla al unísono, pero no entiendo sus palabras debido al bullicio circundante. Al instante, proceden a embadurnar las partes expuestas de mi piel utilizando el mismo tinte oleoso con el que ellos tienen aceitados sus cuerpos. Soy bienvenido.
De regreso a la capital, en su calle principal, varias representaciones desfilan luciendo los trajes de carnaval característicos de sus respectivos municipios. Unos cubren sus rostros con máscaras que parecen hechas de porcelana, otros van totalmente cubiertos de cintas de colores, otros bailan parapetados sobre unos altísimos zancos… Una orquesta precede a cada grupo. Aparecen nuevos personajes: unos portando coloridos semicírculos de plumas como tocado; otros ocultando sus caras tras coloridos pañuelos y, más allá, unos demonios similares a los de San Martín, pero pintados de rojo…
Me apresuro para fotografiar las mejores perspectivas del desfile. Corro entre sus participantes y el público. De repente, sobre la acera, reconozco a Marcel. Saludo precipitadamente. Hoy le toca a él disfrutar del festejo, relajado.