Por José M. Diéguez.
Año 766.
En un paraje montañoso situado a unos ciento cuarenta kilómetros al norte de Tokio, Shodo Shonin, un sacerdote budista, busca un lugar donde aumentar su conocimiento en plena Naturaleza. Durante su peregrinaje llega a la orilla de un río, el Daiya, y se propone cruzarlo a pie. Es un nuboso día de otoño y ha estado lloviendo abundantemente durante los últimos días. A escasos pasos de la orilla, la fuerte corriente está a punto de arrastrarlo. El monje reza pidiendo llegar vivo al lado opuesto. Súbitamente, aparece el dios Jinjaou y lanza dos serpientes (una verde y otra azul) a lomo de las cuales Shodo llega a la otra orilla del torrente. Esas serpientes se convirtieron en el puente Shinkyo que podemos ver al aproximarnos al gran templo que este sacerdote erigió en el lugar: el Shihonryu-ji.
Desde entonces, proliferaron en la zona templos sintoístas y budistas que contribuyeron a que Nikko se convirtiera en un centro espiritual. Tanto fue así que en el siglo XVII el shōgun Tokugawa Ieyasu, y también su nieto, escogieron este lugar para que se edificaran sus respectivos mausoleos. Ambos recintos, que aún hoy deslumbran, reflejan la imagen de riqueza y de poder que los Tokugawa querían transmitir a sus rivales.
Nikko sigue rindiendo homenaje a Tokugawa Ieyasu celebrando dos festivales anuales (uno en primavera y otro en otoño), que reproducen el desfile realizado el día en que los restos mortales del shōgun llegaron al santuario.
Siglo XXI, un dieciséis de octubre de cualquier año.
Estamos en Tokio. No queremos perdernos el festival de otoño de Nikko y nos apresuramos para llegar temprano a la estación de tren.
«Nikko es Japón». Este es el eslogan escrito en los vagones del ferrocarril regional que nos lleva desde Tokio a ese pueblo cuya estación, construida en madera, es una de las más antiguas de Japan Railways.
Tras caminar un kilómetro, llegamos al puente Shinkyo. Su color rojo intenso lo hace destacar entre la diversidad de tonos otoñales que exhibe la vegetación que lo rodea. Los templos y mausoleos, custodiados por algunas estatuas de dragones que nos vigilan en actitud amenazante, nos transmiten una sensación de grandiosidad y de respeto a la vez. En silencio, boquiabiertos, alzamos nuestras cabezas para contemplar relieves, pinturas, aleros, columnas… Disfrutamos del lugar, nos tomamos nuestro tiempo.
Súbitamente, observamos que la gente se dirige deprisa hacia la calle principal. ¡El desfile! ¡Lo habíamos olvidado!
Corremos también. Conseguimos hacernos con un lugar en primera fila gracias a la excelente educación y cortesía del público japonés asistente. Apenas pestañeamos al ver pasar ante nosotros más de mil guerreros samuráis desfilando solemnemente.
Unos músicos, ataviados con indumentarias de seda cuyas amplias mangas lucen llamativos bordados, hacen sonar extraños instrumentos de viento y golpean intermitentemente un enorme tambor, unido por medio de cuerdas a dos maderos que son portados a hombros por cuatro hombres, produciéndonos un estremecimiento cada vez que suena.
A continuación, aparecen varios arqueros medievales a lomos de sus caballos escoltados por escuderos.
—Mañana competirán mostrando su destreza y puntería. —Nos explica una espectadora local.
Todo capta nuestra atención: los calzados de los participantes, sus peinados, sus tocados…
Se aproximan unas mujeres totalmente vestidas de blanco, no sabemos qué rol tienen en la ceremonia. Tampoco entendemos qué representan alrededor de sesenta niños que caminan en fila de a uno sosteniendo sobre sus cabezas unos adornos de longitud equivalente a su propia altura.
El desfile acaba entrada la noche. Impresionados, casi aturdidos por lo que hemos visto, no sabemos si lamentarnos o alegrarnos de no haber entendido por completo esta conmemoración porque, quizá, parte de la emoción que sentimos se base en ese misterio.
José M. Diéguez Millán es autor del libro «ESTE»
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