Miro a través de la ventanilla de un tren de alta velocidad de fabricación española que me lleva de Bujará a Samarcanda, pero no percibo el paisaje porque mi mente está intentando visualizar cómo será esta urbe en la realidad.
Una pareja de japoneses sentados a mi lado se despide cuando llegamos a nuestro legendario destino diciéndome, en tono jocoso, que no ha estado mal el viaje para tratarse de un ferrocarril no nipón.
Llevo recorridos muchos kilómetros de la Ruta de la Seda. En el desierto de Karakalpakia, desde sus fortalezas en ruina estratégicamente ubicadas en altiplanos, mi imaginación vio pasar una caravana de mercaderes con Marco Polo al frente.
Después, en Jiva, caminé sobre su muralla observando la bella arquitectura de los edificios públicos de la que fuera capital del kanato del mismo nombre. En Bujará admiré el minarete de Kalyan, el único edificio que Genghis Khan dejó intacto cuando arrasó la ciudad, debido a su belleza y a su utilidad como torre de vigilancia.
Samarcanda será diferente, lo presiento. Tan solo unos días atrás, no sabía a ciencia cierta si existió alguna vez o si continuaba en pie. Pero está aquí, en Uzbekistán, aún viva y habitada. No se trata de simples ruinas con croquis explicativos que me ayuden a imaginar lo que fueron, en su momento álgido, unas piedras esparcidas. Con casi tres mil años de existencia, la capital que Timur proclamara como el centro del mundo sigue bullendo.
Atardece. Al salir de mi alojamiento me encuentro el mausoleo de Tamerlán y sus descendientes. Boquiabierto, me recreo observando los infinitos tonos de azul plasmados en el esmalte de sus azulejos combinados con zócalos de ónice, cornisas de mármol y bloques de jade verde. Me sobrecogen las colosales dimensiones de su cúpula central y sus dos minaretes de treinta metros de altura.
Ya de noche, abandono este panteón de los timúridas y me puede el ansia por acercarme al Registán, aunque quizá esté cerrado. En pie frente a esta gran explanada cuadrada, en tres de cuyos lados se yerguen las enormes edificaciones del corazón de la Samarcanda medieval, sigo sin recuperarme de mi asombro ante la magnitud y el colorido de sus arcadas, torres y domos.
De repente, unas voces me llaman: son los japoneses. Nos reunimos y, tras unos minutos, se nos acercan cinco jóvenes invitándonos a entrar al recinto y observar su colorida iluminación nocturna. Son estudiantes de inglés y quieren practicarlo conversando con nosotros. Sus rostros parecen de diferentes razas. Les pregunto al respecto y me lo confirman: uno es mongol, otro kazajo, otro siberiano…, pero todos son nacidos en Samarcanda, aunque en casa sigan hablando los respectivos idiomas de sus abuelos.
Regreso de día al Registán.
¿Es oro el material que cubre gran parte de sus paredes y cúpulas interiores? Los comercios, en plena actividad, aún ocupan sus calles revestidas de esmaltadas baldosas.
Admiro el mosaico de los tigres, símbolo de Samarcanda, sobre la puerta de una madrasa. Sigo caminando por la ciudad. Entro en el gueto judío y en su sinagoga. Recorro varias mezquitas y soy invitado al rezo en una de ellas. En cuclillas, con las palmas de mis manos mirando hacia arriba, imito a los hombres que me rodean vestidos con sus atuendos tradicionales uzbekos, admirando simultáneamente su fervor y el interior del edificio.
Camino entre fachadas completamente cubiertas de azulejos por los callejones del recinto de los panteones. Visito también los restos del observatorio astronómico del siglo XV. Por último, me acerco a la tumba del profeta Daniel cuya gran longitud sorprende.
¡Cuán acertadas son las palabras utilizadas por Alejandro Magno, Ibn Battuta o Clavijo para describir Samarcanda!
José M. Diéguez Millán es autor del libro ESTE .
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