Por José M. Diéguez Millán.
El bullicio y colorido de la estación de autobuses de Apia por la mañana son impactantes. Encuentro decenas de enormes autocares aparcados en espiga cuyas carrocerías y neumáticos son más propios de camiones, con sus chapas llamativamente pintadas y un agresivo póster publicitario ocupando sus partes traseras. La música local escapa a todo volumen de los vehículos por sus ventanillas desprovistas de cristales solapándose varias divertidas y agradables melodías polinesias. A escasos metros, en el mercado, los pescateros vocean los precios del género capturado hoy. Sobre la escarcha, se entremezclan peces de intenso color rojo, azul, amarillo o verde de una vivacidad que casi daña mis ojos. Cruzando la explanada, husmeo en los puestos de comida aromas no captados por mi pituitaria en ningún otro país.
Llego a Villa Vailima, cerca de la capital. Aquí residió Robert L. Stevenson durante los últimos años de su vida. Esta mansión con ciertos toques escoceses en su arquitectura adaptada al clima local, se rodea de un vasto territorio que comprende un campo de césped, un florido jardín y un bosque. Un sendero discurre junto a un arroyo hasta la cima de la colina donde descansan los restos del autor de La isla del tesoro y de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Me detengo varias veces a contemplar este lugar francamente inspirador.
Recorriendo esta isla de Upolu descubro montañas -totalmente tapizadas por la vegetación-, cascadas y playas. Su litoral alberga una gran biodiversidad, como unos moluscos gigantes anclados en el fondo, entreabiertos, mostrando al buceador las brillantes iridiscencias de su organismo.
Visito To-Sua: un enorme agujero rodeado de selva cuyo fondo está inundado por agua procedente del océano; un lugar mágico. Desde su borde, un grupo de viajeros descendemos numerosas escaleras y nos lanzamos al agua tibia. El oleaje nos vapulea metiéndonos y sacándonos de la gruta que comunica con el mar abierto.
La otra isla principal de este país polinesio es Savai’i. Aquí, me detengo en un pueblo semienterrado tras una erupción volcánica. Su aspecto algo fantasmagórico, junto a las espectaculares ondulaciones y pliegues de los ríos de lava solidificada sobre lo que fueran calles o dentro de las ruinas de la iglesia hacen que uno se estremezca. Nado y saludo alguna tortuga en la paradisíaca playa donde me alojo en una fale (casa típica samoana) construida sobre su arena. Es una estancia única de planta ovalada con una cama provista de mosquitera en el centro; su tejado de ramas secas se apoya sobre doce postes de madera anudados unos a otros entre los que persianas enrollables confeccionadas con hojas secas de palmera protegen el interior en caso de lluvia.
En Savai’i existen otras leyendas diferentes a las que escribió Stevenson. Un nativo me narra algunas mientras prepara la cena. Recuerdo con especial ternura una que explica por qué los cocoteros se originaron en Savai’i. La historia hace referencia a una bella nativa local llamada Sina de la que se enamoró el rey de la vecina Fiyi. El viejo monarca utilizó sus poderes mágicos para convertirse en anguila, de manera que podía aproximarse a la joven cuando se bañaba en una piscina natural cercana que aún existe hoy. El rey-anguila aseguró a la chica que algún día ella le besaría; sin embargo, ya anciano, no consiguió ese objetivo. Cercana su muerte, la anguila pidió a Sina que cortara su cabeza y la enterrara. De la sepultura brotó un cocotero. Si os fijáis, sus frutos tienen en un extremo dos ojos y una boca. Tras perforar la boca, la bella mujer sorbía el agua de coco que salía a través de ella. Y así, el fallecido rey consiguió ser besado por la hermosa Sina.
José M. Diéguez Millán es autor del libro ESTE
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