Carnación, en términos pictóricos, hace referencia al proceso de coloración de la carne, al paso de lo invisible a lo visible. Carnación remite también, de forma inevitable, al acto de hacerse carne, a la posibilidad de ser tocado. Es aquí donde la creación se encuentra con el deseo para reconocerse como resistencias a la consciencia de desaparición, como celebración de una vulnerabilidad que, a su vez, es señal y rastro de lo que está vivo.
Así, en Carnación, conviven la ternura y lo salvaje, el caer y el levantarse, la pulsión sexual y la voluntad de trascendencia. Y, como el flujo psíquico que encuentra su liberación en el desorden de las repeticiones, vislumbramos una forma distinta de amor en la aridez violenta del deseo.
Con Carnación, Rocío Molina, junto a Niño de Elche, Olalla Alemán, Pepe Benítez y Maureen Choi, muestra la capacidad del baile para desplegarse como una potencia pura. Demuestra, trascendiendo de nuevo etiquetas y lecturas reduccionistas, su capacidad para entender la creación como un espacio desde el que expresar lo aparentemente inefable, haciendo danzar los límites donde muchos artistas y pensadores no han podido sino detenerse.