Me separo unos pasos de la fachada de color malva adornada con delicados relieves en blanco de la casa de Ed para complacerme recorriéndola minuciosamente con mi mirada antes de tocar el timbre. Mi amigo, siempre sonriente, abre la puerta vistiendo tan solo un pareo del que se deshace al volver a cerrarla tras de mí. Él me había explicado en sus mensajes de Couchsurfing que es nudista, antes de acceder a alojarme. Yo suelo adaptarme a las costumbres de mis anfitriones.
Mantenemos una larga conversación mientras bebemos un licuado de kale acomodados en su sofá, ambos desvestidos. Es un diálogo entre dos almas que, aunque se desconocen, rápidamente se desnudan tanto como nuestros cuerpos. Los dos lo percibimos. Ed me habla de antiguas experiencias suyas con la ayahuasca y la jurema preta, dos plantas utilizadas en Amazonia durante las ceremonias religiosas indígenas. Yo le confieso no tener valor suficiente para probarlas.
Paseamos atravesando el colorido Pelourinho hasta llegar al mar. En Solar do Unhão, una favela ubicada sobre un acantilado, seguimos conversando mientras comemos una moqueca de raya que nos cocina una señora de esta comunidad. En Bahía, ese plato se cocina utilizando un aceite densamente amarillo que le añade un sabor característico: el dendé. Durante nuestra ruta nos hemos cruzado con varias bahianas vestidas con sus amplias faldas y su característico turbante.
-Son personas especiales. Se dice que las bahianas tienen dendé, una gracia especial -me explica Ed.
Continuamos caminando hasta Morro do Cristo. Aquí, contemplamos la puesta de sol sobre el océano. Pregunto a mi nueva alma gemela acerca de su peculiar y bella fisionomía, pues no se corresponde con los cánones de ninguna raza concreta.
-Mis genes resultan de una mezcla, a partes iguales, de tres ascendencias: africana, amerindia y blanca -dice.
Sentados en un banco, cenamos sendos acarajé acompañados de camarones. Estas sabrosas bolas fritas, hechas con una masa de cebolla y legumbres, son protagonistas de una leyenda. El acarajé fue un alimento que solo podía ofrecerse a los dioses a los cuales las bahianas pidieron permiso para venderlo y así poder sacar adelante a sus proles. Por eso, los puestos de venta de esta delicia local son llevados únicamente por estas mujeres que lucen un característico atuendo blanco.
Tras ducharnos, nos unimos a los vecinos de Ed -una neoyorquina de color y otro brasileño de Santa Catarina- para salir a bailar. Llegamos a un pequeño bailadero con música local en directo, lleno de gente y de cachaza. Los brasileños que nos rodean hacen alarde de su talento innato para la danza. Nosotros cuatro bailamos sin parar. Bebemos. Hablamos con todos y todos nos hablan. Allí en medio, Ed y yo nos besamos apasionadamente durante largo rato. Nadie nos mira ni parece sorprenderse.
Me despierto bien entrado el día. Ambos caímos dormidos sobre la cama de Ed en cuanto nos recogimos anoche. Hoy debo partir. Antes de levantarnos surge el sexo. Un sexo que penetra las almas de ambos y que es más un placentero instrumento de comunicación entre ellas que cualquier otra cosa.
-Posiblemente no nos volvamos a ver nunca. Quizá ni siquiera hablemos con frecuencia. Pero, aun así, creo que te amaré siempre que te recuerde -afirmé sin prometer nada ni comprometerme.
Han pasado más de cuatro años. No he vuelto a Salvador. Ed y yo hablamos un par de veces al año, no más. Durante nuestras escasas conversaciones, seguimos manteniendo aquel nivel de comunicación espontáneamente íntimo. Nada ha cambiado. Ayer decidí escribir acerca de Salvador de Bahía. Repasaba mis fotografías cuando entendí que, sin haberlo pretendido, lo que dije aquella mañana se ha cumplido.
Y también amo a Salvador.
José M. Diéguez Millán es autor del libro «ESTE»
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