Publicado por primera vez en 1972, El necrófilo se agotó rápidamente y permaneció inencontrable hasta que ella misma volviera a relanzarlo en 1990, convencida de que «es uno de los textos más inquietantes de la literatura contemporánea».
Un anticuario, acostumbrado a vivir entre objetos vetustos, cuenta en forma de diario un año de sus sombríos encuentros con Henri, Suzanne, Teresa y otros muchos seres anónimos. Son jóvenes o viejos, fáciles de poseer o rebeldes. Pero todos tienen algo en común: la misma piel cetrina todavía algo tersa, el mismo color de cera, los mismos ojos entornados, los mismos labios mudos, el mismo olor a bómbice y el mismo sexo glacial. Porque es a los muertos a quienes ama, a quienes desea. Pero el suyo es un placer peligroso, un juego prohibido, maldito.
Gabrielle Wittkop.
Gabrielle Wittkop (Nantes, 1920-Frankfurt, 2002).
Su estilo rico y suntuoso, así como su temática, recuerdan a la obra del Marqués de Sade, de Lau-tréamont o de Edgar Allan Poe. Lectora precoz, a los 6 años ya disfrutaba de los clásicos franceses, a los 20 había leído toda la gran biblioteca paterna de su casa natal en Nantes, con una especial predilección por el siglo XVIII. Para entonces, Francia estaba ocupada por los nazis. La casualidad llevó a Gabrielle a conocer en París a un desertor alemán, homosexual, Justus Wittkop, con el que se casaría al terminar la guerra, un matrimonio que Gabrielle calificó como un «enlace intelectual». La pareja se instaló en Alemania donde Gabrielle residió hasta su muerte. Esta mujer asombrosa, viajera empedernida, que recorrió todos los rincones del mundo, que afirmaba su total ausencia de sentimientos religiosos, su disgusto por la familia y su desprecio por todo nacionalismo, se dará muerte a los 82 años, para evitar la terrible degeneración que le prometía un cáncer en fase avanzada. Es autora entre otras novelas de Cada día es un árbol que cae (Cabaret Voltaire, 2021), La mort de C.(1975), Sérénissime assassinat (2001), La marchande d’enfants (2003).
“Soy un hombre libre, y hay muy pocos de ellos hoy en día. Los hombres libres no son hombres de carrera”. Así se expresó Gabrielle Wittkop poco antes de suicidarse. Su género era hombre, había nacido mujer, fue periodista, publicista, no pisó jamás la escuela, y además de enseñarse a sí misma nunca creyó en una de las mayores religiones de la humanidad: el amor. La única relación duradera de su vida fue con su marido, con quien no se acostaba y cuya convivencia respondía a un contrato de conveniencia intelectual, según sus palabras. Tenía demasiado carácter para llevarse verdaderamente bien con nadie, y sobrada personalidad para que su escritura dejara indiferente. Por eso la primera novela que escribió tiene por protagonista a un necrófilo. Roba cadáveres de ambos sexos, seleccionados cuerpos que ama brevemente, justo antes de que comiencen a heder y arrojar fluidos.